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Mostar: un puente y una historia

La ruta está casi desierta. Algunas construcciones muestran signos de una guerra reciente. La mayoría salpica el árido paisaje y no llegan a formar ni un pequeño pueblo. Estamos en un bus algo destartalado. Tahiel quiere caminar por el pasillo mientras Dino intenta retenerlo a upa. Los viajes con chicos se pueden transformar en una lucha, aunque lo mejor es tomárselo con humor. Habíamos cruzado la frontera entre Croacia y Bosnia-Herzegovina sin que nos sellaran el pasaporte. No fue nuestra culpa. Solo subieron dos oficiales, uno por cada país, y lo único que hicieron fue mirar nuestras fotos. No es la primera vez que nos vemos en una situación así y siempre me pasa lo mismo. Creo que más adelante llegaremos a un puesto de frontera «formal» y que allí mi pasaporte quedará registrado. Siempre me equivoco. Y no aprendo.

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Yo sigo mirando por la ventana. No es que no me moleste la actitud de Tahiel, pero ya me acostumbré y ese día no quería enojarme. Me llama la atención un detalle. Si cruzamos la frontera, ¿por qué sigo viendo banderas croatas? No me puedo confundir, pienso. Son Croatas. Los recuadros blancos y rojos me lo confirman. Aunque también hay algunas banderas bosnias. No entiendo. En un momento pienso que, posiblemente, sea producto de los límites impuestos sobre el territorio, después de las guerras que atravesó esta parte del mundo. Los límites y las fronteras son construcciones sociales. En muchos casos, como en este, antes de la existencia de los límites actuales existían pueblos o grupos étnicos que habitaban un determinado territorio. Cuando se imponen los límites que dividen a esos grupos étnicos o pueblos, surgen los conflictos territoriales. Los límites delimitan un territorio sobre el que un gobierno ejerce poder o soberanía sobre un pueblo, pero cuando ese pueblo queda dividido entre varios territorios, bajo diferentes soberanías, los conflictos empeoran.
Mientras observaba las banderas croatas en el actual territorio de Bosnia-Herzegovina entendí que el tema podía venir por ese lado. Claro que esto solo no explica los motivos de los enfrentamientos bélicos, pero en todos suele haber una base geopolítica muy fuerte.

Una vez que llegamos a Mostar, ya no había noticias las banderas croatas. Pero había una historia que tenía muy presente al pueblo croata. Era la historia del puente de Mostar.

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Un poco de historia sobre el Puente de Mostar

El puente viejo (o Stari Most) fue construido originalmente por los otomanos en 1566. El puente pasa sobre las aguas del río Neretva y cumple con la función que tienen todos los puentes: une.
En este caso, no solo une las dos orillas y mantiene en contacto a los dos sectores de la ciudad, sino que además es un símbolo de unión entre pueblos. O por lo menos lo era en una época.
Durante muchos siglos convivieron en la ciudad los croatas católicos, al oeste, y los bosnio musulmanes, al este. La vida era pacífica, había matrimonios mixtos y la ubicación geográfica había sido solo una herencia del pasado.
Durante la década de 1990, ambos grupos se unieron para enfrentar a los serbios, quienes querían imponer la idea de una Gran Serbia sin tener en cuenta las diferencias étnicas del territorio en cuestión. Pero una vez que lograron alejar a los serbios de la zona comenzó una guerra civil entre ellos. Se enfrentaron los croatas católicos con los bosnios musulmanes. En la ceguera que provocan todas las guerras, la mañana del 9 de noviembre de 1993, la artillería croata derribo el puente. Y con ese acto, muchos siglos de paz y armonía. Las aguas del río Neretva no solo se tiñeron de sangre y vieron rodar las piedras que habían tallado los otomanos, sino que se llenaron de resentimiento.
El puente se reconstruyó con el asesoramiento de la Unesco y se inauguró en 2004. Las dos torres que lo flanquean, Helebija y Tara, se utilizan en la actualidad como museos y centro de exposición fotográfica. La reconstrucción fue minuciosa y se lo puede ver como si nada hubiera pasado.
Pero pasó.
Su principal tarea de unión entre las dos orillas la sigue cumpliendo, pero al parecer su simbolismo ya no es el mismo.

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Tahiel devora un cevapi (tiras de carne picada a la parrilla, servidas en un pan plano, llamado lepinja, con alguna cebollitas picadas). Le encanta. Y a Dino también. El mozo que nos atiende se esfuerza por hablarnos en Inglés. Quiere saber de dónde somos y por qué estamos ahí. Nos cae bien y optamos por cenar en su restaurante casi todas las noches. Nos queda a a vuelta del hotel, es barato, tradicional y tiene un parque con juegos infantiles. Más no podíamos pedir.
Quisimos hablar con él de la guerra. O del puente. Porque hablar de la guerra era muy complicado. Aunque hablar del puente también. Yo sentía que le faltaba vocabulario, que quería decir muchas cosas pero no sabía cómo transmitirnos sus ideas. En algunos momentos de nuestro primer viaje largo me sentí así y es desesperante. Entre lo poco que le entendimos nos quedó muy grabada una expresión, un gesto.
Estiró su brazo derecho hacia adelante como espantando una mosca y mientras fruncía su labio superior como sinónimo de desprecio nos dijo que no le gustaban los croatas católicos. En inglés dijo «no me gustan», pero creo que si hubiera tenido el vocabulario exacto hubiera dicho otra cosa.

Si bien fue solo una persona, entendí que ese puente ya no unía tanto como antes, que algo se había roto. Pensé en las relaciones humanas, en las amistades, en las parejas. Cuando entre dos personas hay una desengaño o una pelea, nunca vuelve a ser lo mismo aunque haya una reconciliación. Algo se rompió. El puente también.

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***

La ciudad de Mostar

En 2005 tanto el puente como el casco histórico de Mostar fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. En la actualidad, llegan muchos visitantes para cruzarlo, recorrer las calles empedradas, comer un cevapi en algunas de las terrazas con vistas al río y visitar sus mezquitas. Algunos lo hacen como una excursión en el día desde Dubrovnik, en Croacia, y otros como paso hacia Sarajevo.
La ciudad de Mostar tiene un encanto extraño.

Por un lado, la zona reconstruida te invita a caminar por sus calles como si estuvieras en una burbuja, como si uno no se percatara de que allí pasó lo que pasó (aunque algunas paredes presenten cicatrices). Las casas con ventas de souvenirs, que me recuerdan a los bazares de Estambul o de Marruecos, las mesas con los narguiles (shishas) ocupadas solo por hombres o turistas, y las colas para ingresar a una de las mezquitas te recuerdan que estás en uno de los lugares más visitados (e importantes) de la ciudad.

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Por el otro, alejarte unas poquitas cuadras te hace caer en la cuenta que sí pasó lo que pasó. Que algunas paredes están como el último día que una bala las lastimó. Que muchas construcciones mantienen un abandono general que se adueñó de ellas y que ni los graffitis logran maquillar. Y que solo algunas se reconstruyeron y sus dueños aprovechan la llegada de visitantes para ofrecer servicios de restaurante o alojamiento.

 

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Y por último, si nos alejamos un poco más y llegamos hasta la zona del centro comercial (al que fuimos varias veces para que Tahiel disfrutara de los juegos para chicos, ya que no había plazas) te encontrás con otra realidad, con la de la cotidianidad de las personas, con el ir y venir de los trabajos y los estudios, con los encuentros entre amigos y las compras de todos los días. Y ahora que escribo estas líneas desde casa y que ya visité Sarajevo, entiendo que al igual que en la ciudad capital, las personas naturalizan las cosas. En Sarajevo era la guerra expresada en los cementerios diseminados por la ciudad. En Mostar es la historia de un puente que dejó de cumplir su objetivo. O lo dejó de cumplir a medias. Ahora solo une las dos orillas del río Neretva.
Antes, unía a los pueblos.

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