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Madryn, con «M» de Mate

Continuación de la serie de entradas Madryn, con “M” de Mar.

Sí, ya sé, «el mate se toma en todo el país», me van a decir algunos. Y tienen razón. El mate es una de las bebidas que más se consume en la Argentina. Pero en Puerto Madryn lo sentí presente como nunca lo había sentido en Buenos Aires. ¿Será por el tamaño de la ciudad? Quiero decir, Buenos Aires es una ciudad enorme donde la gente suele tomar mate, mucho mate, pero en sus casas y oficinas o en los parques y plazas durante los fines de semana. Pero en Puerto Madryn está omnipresente…

 

La costanera se llena de parejas y grupos de amigos que solo se acercan para tomar mate. En verano puede resultar común, pero en otoño o invierno pasa lo mismo: aunque haga frío y viento, ahí están, con el termo con agua caliente, el mate y algo rico para acompañarlo.

En todas las oficinas y negocios hay un mate.

Las madres se van a pasear con sus nenes de no más de tres años y se sientan a descansar y tomar unos mates.

Las chicas que atienden en los museos están con el mate.

Las parejas y grupos de amigos que subieron al bote con nosotros para un avistaje de delfines (que nunca vimos) tenían todos el bolso especial para llevar yerba, termo y mate.

Muchas personas caminan por el centro con el mismo bolso para el mate, ya sea a la mañana o a la tarde.

En la estación de buses todos toman mate: los que venden los pasajes y los que esperan los buses.

Y hasta en los colegios y fundaciones que visitamos nos recibieron con mate (y tortas fritas!).

 

El bolso para el termo, el mate, la yerba y el azúcar o, en su defecto, la canasta, están presentes siempre. 

 

 

 

 

Puede parecer exagerado, pero en los 15 días que estuvimos en Madryn el mate estuvo siempre presente, tanto fuera como dentro de la casa de Samanta y Juan, quienes nos alojaron. No pasaban dos horas que Juan decía: ¿pongo el agua para el mate? Y eso me encantaba.

Mientras escribo esto me acuerdo de un texto que Lalo Mir leyó en la radio sobre el mate y, aunque es muy conocido, lo quiero compartir con todos los que no lo conocen. Para los que no son argentinos es un acercamiento a esta cultura del mate, tan característica de estas tierras y de las tierras vecinas.

 

El mate no es una bebida. Bueno, sí. Es un líquido y entra por la boca.
Pero no es una bebida. En este país nadie toma mate porque tenga sed. Es más bien una costumbre, como rascarse.
El mate es exactamente lo contrario que la televisión: te hace conversar si estás con alguien, y te hace pensar cuando estás solo.
Cuando llega alguien a tu casa la primera frase es «hola» y la segunda «¿unos mates?».
Esto pasa en todas las casas. En la de los ricos y en la de los pobres.
Pasa entre mujeres charlatanas y chismosas, y pasa entre hombres serios o inmaduros.
Pasa entre los viejos de un geriátrico y entre los adolescentes mientras estudian o se drogan.
Es lo único que comparten los padres y los hijos sin discutir ni echarse en cara.
Peronistas y radicales ceban mate sin preguntar. En verano y en invierno.
Es lo único en lo que nos parecemos las víctimas y los verdugos; los buenos y los malos.
Cuando tenés un hijo, le empezás a dar mate cuando te pide. Se lo das tibiecito, con mucha azúcar, y se sienten grandes. Sentís un orgullo enorme cuando un esquenuncito de tu sangre empieza a chupar mate. Se te sale el corazón del cuerpo. Después ellos, con los años, elegirán si tomarlo amargo, dulce, muy caliente, tereré, con cáscara de naranja, con yuyos, con un chorrito de limón.
Cuando conocés a alguien por primera vez, te tomás unos mates. La gente pregunta, cuando no hay confianza: «¿Dulce o amargo?». El otro responde: «Como tomes vos».
Los teclados de Argentina tienen las letras llenas de yerba.
La yerba es lo único que hay siempre, en todas las casas. Siempre.
Con inflación, con hambre, con militares, con democracia, con cualquiera de nuestras pestes y maldiciones eternas. Y si un día no hay yerba, un vecino tiene y te da. La yerba no se le niega a nadie.
Éste es el único país del mundo en donde la decisión de dejar de ser un chico y empezar a ser un hombre ocurre un día en particular.
Nada de pantalones largos, circuncisión, universidad o vivir lejos de los padres.
Acá empezamos a ser grandes el día que tenemos la necesidad de tomar por primera vez unos mates, solos. No es casualidad. No es porque sí. El día que un chico pone la pava al fuego y toma su primer mate sin que haya nadie en casa, en ese minuto, es que ha descubierto que tiene alma. O está muerto de miedo, o está muerto de amor, o algo: pero no es un día cualquiera.
Ninguno de nosotros nos acordamos del día en que tomamos por primera vez un mate solo. Pero debe haber sido un día importante para cada uno. Por adentro hay revoluciones.
El sencillo mate es nada más y nada menos que una demostración de valores…
Es la solidaridad de bancar esos! mates lavados porque la charla es buena.
La charla, no el mate.
Es el respeto por los tiempos para hablar y escuchar, vos hablás mientras el otro toma y es la sinceridad para decir: ¡Basta, cambiá la yerba!».
Es el compañerismo hecho momento.
Es la sensibilidad al agua hirviendo.
Es el cariño para preguntar, estúpidamente, «¿está caliente, no?».
Es la modestia de quien ceba el mejor mate.
Es la generosidad de dar hasta el final.
Es la hospitalidad de la invitación.
Es la justicia de uno por uno.
Es la obligación de decir «gracias», al menos una vez al día.
Es la actitud ética, franca y leal de encontrarse sin mayores pretensiones que compartir.

Espero que les haya gustado! En unos días, la tercera «M» relacionada con la historia de la ciudad. ¿Ya saben en qué palabra estoy pensando?

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