A los 16
Cansada de que la tratasen como una «sirvienta» dijo: Basta.
Tomó sus cosas y se fue de la casa que compartía con su padre, su madrasta y sus medios hermanos. Se subió a un barco y después de un largo y cansador viaje desembarcó en el puerto de Buenos Aires.
Sola.
A los 16.
Su madre había muerto cuando ella tenía seis años y desde ese momento nada fue fácil en su vida. Su padre volvió a casarse, pero nunca volvió a tener un hogar. Los hogares se construyen día a día con amor y paciencia y en esa casa humilde perdida entre las lomadas de Marcón, en Galicia, esas virtudes eran las que no sobraban.
En 1925 mi abuela paterna descendió del barco en Buenos Aires.
A los 16.
Sola.
Me surgen tantas preguntas sobre ese viaje. ¿Por qué no se las hice cuando tuve la posibilidad?
Al llegar se alojó en la casa de unos tíos y primos. Cuando las hijas de esos primos cuestionaron su presencia volvió a decir “basta”. Tomó otra vez sus pocas pertenencias y se fue.
Otra vez, sola.
Esta vez no fue a un barco.
Un tío quiso ayudarla y le consiguió trabajo en la casa donde él trabajaba de chofer. Era la casa de una familia adinerada de la calle Salguero. Allí hacía los quehaceres domésticos y llenaba frascos con perfumes que la familia vendía en una farmacia. Por lo menos eso era lo que ella contaba.
Cuando pregunto, nadie tiene una respuesta para darme. Mi abuela no hablaba de su pasado. No quería recordar.
En esa familia se sentía más cómoda. Conoció a importantes personalidades del ámbito cultural y siempre recordaba a Alfonsina Storni: “No era linda, pero era dueña de una gran simpatía e inteligencia”, le contó a mi mamá en varias oportunidades.
Mi abuela era una mujer muy fuerte. Yo siempre decía que estaba mejor que yo. Se levantaba muy temprano y no paraba de hacer cosas. No venía de visita a casa a tomar el té o a ver la novela con sus nietos. Ella llegaba a mi casa temprano y se ponía a limpiar. Aunque le decíamos que no, ella lo hacía igual. Era algo tímida, pero muy compinche. Cada vez que cobraba su jubilación, que no era mucha, nos daba unos billetes enroscados. Decía que a mí me daba más porque era la nieta mayor.
Todas las mañanas que yo volvía a casa después de cursar temprano alguna materia del CBC (Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires), me sentaba a la mesa de la cocina para estudiar y ella me preguntaba: «¿Te pongo el agua para el mate?».
Se casó a los 35 años con Uldérico Chiodi, un inmigrante italiano que se dedicaba a la confección de trajes a medida.
Cuando pienso en lo poco que sé de su historia me arrepiento de no haber hablado con ella lo suficiente. Solo recuerdo frases sueltas de las veces que nos contaba lo dura que había sido su niñez. Sobre todo cuando nosotros nos quejábamos de algo.
Ahora, desde la distancia, no puedo creer que haya tomado esas dos grandes decisiones en su vida: sola y a los 16.
Hoy
Estábamos cerca de Marcón, a pocos kilómetros de Pontevedra, y quise ir a conocer el lugar donde había nacido mi abuela paterna. No sé muy bien por qué tenía ganas de ir. Sabía que me iba a encontrar con un lugar que nada tenía nada que ver con el que abandonó mi abuela a los 16, sola. Pero igual fuimos. Estábamos parando en Santiago de Compostela, teníamos el auto que Sixt nos había dado y era una muy buena oportunidad para acercarnos hasta allí.
Solo tenía unas fotos que mi papá había sacado hacía más de 10 años, cuando estuvo en ese pueblo. Las fotos que tenía cargadas en mi celular eran cuatro. En la primera se veía la casa actual, con mi papá en la puerta. En la segunda, otra imagen de la casa. En la tercera, un bar donde el dueño había ayudado mucho a mi papá en la búsqueda. Y en la cuarta, fotos viejas de cómo era la casa original antes de ser demolida, donde se había criado mi abuela. Esas fotos las consiguió mi papá en su viaje, preguntando.
Yo no sabía por dónde empezar. Lo más fácil de encontrar era el bar de la foto. Pero tampoco fue tan fácil. Marcón no era como me imaginé. En general, los pueblos tienen un “centro” donde están los edificios más importantes y desde allí es fácil ubicar las casas de los vecinos. En este caso no existía ese centro y todo estaba al costado de los caminos.
Después de ir y venir varias veces por los caminos tomando hacia la derecha o la izquierda indistintamente paramos en una rotonda, preguntamos por el bar «A Ponte» en un negocio y nos indicaron el camino. Llegamos y en la puerta había un grupo de hombres tomando café y mirando revistas. Primero entré al bar y la dueña no dudó en tomar mi celular y llevarlo a la mesa de afuera. “Ellos tienen que saber”, me dijo convencida.
En menos de un segundo, todos estaban alrededor mío, mejor dicho de mi celular, mirando las fotos que me había enviado mi papá por mail. Debatían cuál era la casa de las fotos. “Es la de los Araujo”, decía uno mientras señalaba para abajo. No, le respondía el otro, mirá la casa que se ve ahí arriba en la foto, la celeste y blanca, esa es la que está atrás de la casa de Manuel”, le respondía otro. Y yo los miraba. Me reía. Por dentro sentía un poco de vergüenza. Yo no había llegado con muchas expectativas de encontrarla y no quería complicarle la tarde a nadie. Mientras iban nombrado familias yo me imaginaba cómo sería la vida en ese pueblo, la vida de los Tieso, de los Araujos, de los Loureiros… sin las rutas actuales, con casas muy precarias y lejos de las grandes ciudades.
Una voz un poco más fuerte de lo normal me sacó de mi pensamientos. “Él tiene que subir, que los guíe para ver si es esa la casa”.
Miré a ese “él” como preguntándole si realmente tenía que subir o el otro lo estaba poniendo en una tarea incómoda y me dijo que sí con un gesto de cabeza, como entendiendo mi pensamiento. A veces creo que los seres humanos expresamos tantas, pero tantas cosas con los músculos de la cara, que no nos damos cuenta lo transparentes que podemos llegar a ser.
Subimos. La pendiente era empinada. Mucho para mi gusto. En un momento el camino seguía su rumbo hacia la derecha y un camino de tierra se abría hacia el otro lado. Nos señaló por la ventanilla ese camino y él seguío. Fuimos. Estacionamos el auto. Solo había dos casas. Me bajé y busqué. No la encontraba muy parecida a la casa de la foto, pero no sé si era. Nunca lo sabré. Pasaron más de 10 años de la foto que se tomó mi papá frente a esa casa. Pero no me importó no saber si era. Ya estaba feliz con haber estado ahí, más de 100 años después de su nacimiento con mi marido y mi hijo, en esa tierra, en esos caminos por los que alguna vez mi abuela deambuló y pensó en un futuro mejor. Al fin y al cabo se fue a buscar sus sueños. Se fue a buscar una vida mejor porque la que tenía no le gustaba. Se fue sola. A los 16.
Marcón en la atualidad.
Las migraciones y los migrantes son para mi un tema fascinante e interesante. Uno de mis proyectos más «encajonado» se relaciona con una investigación sobre este tema. En uno de los cajones del escritorio de más de 100 años que heredé de mi abuelo materno hay una bolsa de papel naranja. En una de sus caras dice: migraciones. En su interior: muchos recortes de diarios, trabajos académicos y escritos míos que aguardan que algún día los saque de allí y les de forma. No sé para qué. No sé qué fin podrá cumplir, pero sé que algún día, cuando recupere las horas que ahora no puedo dedicarle a la escritura, lo haré.
El viajar me enfrentó con el tema del arraigo, el desarraigo, la familia, los amigos, las despedidas, los abrazos, el extrañar, el ser parte de o no serlo… me hizo conocer historias de personas que son felices con la decisión de haber migrado y otras que no, con historias de amor, de odio, de felicidad, de tristeza, de arrepentimiento, de esperanza. Son historias de vida de gente como uno. El denominador común es que todas esas historias buscan la felicidad (que para cada uno puede significar algo distinto), todas buscan vivir mejor.
Por eso, este es un pequeño homenaje a todos los migrantes, los de antes y los de ahora, que por diferentes motivos se van de su lugar natal para ir a buscar una vida mejor.
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