Mi viaje de tres días a las islas de San Blas
Mi papá me subió al auto y yo seguía durmiendo. No me gusta levantarme temprano y eran las 5 de la mañana. No sé si no me gusta o, simplemente, no estoy acostumbrado a hacerlo. En parte es bueno que siga durmiendo, porque cada vez que nos pasan a buscar para hacer una excursión es temprano y aprovecho para seguir descansando en el camino. El viaje que nos esperaba desde la Ciudad de Panamá hasta las islas de San Blas era muy largo. Mi mamá quiso darme un cuarto de pastilla para el mareo, pero yo no quise tomarla. Mi mamá no insistió y me sentí mal durante una parte del viaje.
Nota mental: hacerle más caso a mamá.
El trayecto entre la Ciudad de Panamá y los tres puertos desde donde salen los barcos hacia las distintas islas que forman el archipiélago de San Blas demora unas dos/tres horas por un camino bastante desastroso, con curvas y varios pozos. Antes de llegar a los puertos, cuando cruzamos el límite del territorio Guna, tuvimos que pagar un permiso de 20 dólares. Mi mamá me explicó que las islas de San Blas pertenece a la comunidad de los Guna Yala, una etnia indígena originaria de esta zona del mundo.
Cuando llegamos a la zona de los puertos había muchos otros turistas esperando lo mismo que nosotros: que uno de los conductores nos indique a qué barco subirnos. Eso dependía de la excursión que cada uno había contratado, porque el archipiélago de San Blas tiene, como su nombre lo indica, muchas islas. Y las empresas ofrecen diferentes opciones: excursiones de uno o varios días, estancia en una isla y visita en barco a las otras o estancia en varias islas. Solo es cuestión de ver ofertas y elegir.
A nosotros nos invitaron los chicos de viajessanblaspanama a la isla Franklin y nos encantó. Yo estaba fascinado con todo, con el viaje en lancha que me volaba los pelos (y el gorro), con los cocos de las palmeras que me entretenía acumulándolos debajo de un techo, con el agua transparente donde jugábamos con papá y mamá, con los compañeros de comedor a los que bauticé «los forzudos» (se imaginarán por qué), con la pelota de básquet y el rastrillo que encontré por ahí… con todo.
Lo primero que nos indicaron cuando llegamos fueron los horarios de la comida: el desayuno a las 7, el almuerzo a las 12 y la cena a las 19. Mi mamá pensó que no me iba a levantar a las 7 para desayunar, pero lo que no tuvo en cuenta fue que me iba a ir a acostar temprano, rendido de sueño, por lo que antes de las 7 ya iba a estar más que despierto. Los horarios en estos lugares cambian, inevitablemente.
Acomodamos las cosas en la cabaña 17, que fue la que nos tocó, y nos fuimos al mar, ya que todavía había un poco de Sol y se avecinaba una tormenta. La primera vez que nos metimos en el mar de aguas transparentes yo estaba feliz. Saltaba, chapoteaba, corría de un lado para el otro y gritaba «¡estoy feliz!». En un momento, cuando me di cuenta cómo mi papá y mi mamá se emocionaban, corrí a abrazarlos y les dije que los amaba. Creo que se derritieron de amor.
La primera noche empezó tranquila, pero tuve un pequeño accidente. A eso de las 3 de la mañana, me desperté (algo raro, porque suelo dormir toda la noche) y, como no veía nada de nada, empecé a desplazarme y se me terminó la cama. Me caí, me hice un chichón en la frente, me raspé mucho las costillas con el piso abrasivo y me lastimé el dedo pequeño del pie. No podía parar de gritar y, claro, en el silencio de la noche, desperté a todos en la isla.
A los primeros que desperté de un susto fueron a mis papás. Prendieron la linterna (no hay luz eléctrica a partir de las 10 de la noche) y me abrazaron muy fuerte. Se asustaron mucho, pero por suerte no fue nada grave.
El segundo día el Sol no nos acompañó tanto, así que estuvimos gran parte de la mañana y de la tarde bajo el quincho comedor: pintamos, dibujamos y conversamos mucho, entre nosotros y con los vecinos de cabaña. De vez en cuando nos dábamos una vuelta por la isla, que no era tan grande, y hasta nos metimos al mar de a ratitos.
También aproveché para meterme varias veces en la cocina y chusmear cómo cocinaban. Por suerte, me gustó casi todo lo que nos sirvieron, que era a base de pescado.
En la mayoría de las excursiones que se contratan te llevan a conocer otras islas tan lindas como esta, pero a nosotros nos llevaron a conocer una isla donde vive la comunidad Guna Yala, porque mi papá iba a hacer una presentación de magia solidaria allí. Así que esa tarde, nos subimos a una lancha con la valija de magia y hacía allí nos dirigimos.
Cuando llegamos, muchos chicos estaban jugando al fútbol en la cancha de la isla y no se dieron cuenta de nuestra presencia, pero al ratito, cuando mi papá empezó a preparar todo, poco a poco se fueron acercando. A mí me encanta ver a mí papá en acción y me gusta mucho cuando los demás nenes y nenas disfrutan de su magia, así que fue una hermosa experiencia.
La segunda noche dormí rodeado: de un lado tenía la «pared» de la cabaña y del otro, a mi mamá. Quisieron evitar que me caiga de nuevo, ya que las lastimaduras habían sido varias y me dolían un poco. Esa noche dormí plácidamente, con la panza llena de comida rica y con muchos lindos recuerdos para guardar en mi memoria.
Al tercer día, después de desayunar, estuvimos un tiempo más en la playa y nos fuimos. Antes de subirnos a la lancha que nos llevaría de regreso saludé con cariño a nuestros amigos del camino: Chari, una chica peruana me regaló algunos caramelos y me despidió con un fuerte abrazo; con Miguel y Alejandro, los «forzudos», hicimos varios «choque los cinco» y le dijeron a mi mamá que de grande iba a ser un guapo genio, porque era «muy simpático, inteligente y sociable» (creo que mi mamá se puso algo colorada). Yo no sé si soy todo eso, solo sé que soy Tahiel.
Si viajan a la Ciudad de Panamá no dejen de hacerse una escapada a estas hermosas islas. Y si tienen ganas, después me cuenta qué islas conocieron así las agendo para la próxima visita.
¡Gracias por leerme!
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